En el torbellino informativo de estos últimos días, con la elección del nuevo Papa a la cabeza, ha pasado relativamente desapercibida una noticia sumamente sintomática del estado de cosas de un mundo que se debate entre el agotamiento de un sistema neoliberal incapaz de dar respuestas a los grandes problemas, la reactivación de una ultraderecha crecida y dispuesta a arrasar con todo y el contrapeso de quienes apuestan por un planeta multipolar y el respeto a la soberanía como base para las relaciones internacionales.
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El pasado domingo 5 de mayo se celebró la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Rumanía. Como la mayoría de lectores recordará, se trataba de la repetición electoral ordenada por el Tribunal Supremo tras anular los comicios que habían tenido lugar en 2024. Los argumentos esgrimidos por la alta corte –razonamientos no jurídicos, puesto que no presentó pruebas concluyentes- fue que había habido una injerencia extranjera, en concreto de Rusia y principalmente a través de redes sociales, para influir en la decisión de los votantes.
Las justificaciones aportadas apenas podían disimular el atropello antidemocrático sufrido por los electores rumanos. Básicamente, se les dijo que eran una sociedad infantilizada, carne de manipulación a través de unos vídeos en Tik Tok o unos memes en Facebook. La Unión Europea, salvo excepciones como Hungría, validó el atraco electoral. A la anulación de la primera vuelta se añadió la inhabilitación del candidato ganador, Calin Georgescu, a quien se acusó de responsable de complicidad en las supuestas manipulaciones rusas.
Sucede que Georgescu es un político incómodo para la plutocracia inmovilista en la que transmutó la Unión Europea a partir del Tratado de Maastricht. Con un discurso irreverente impugnó las políticas europeas del último cuarto de siglo, que han conducido a la mayor precarización de su clase trabajadora desde su existencia. Asimismo, pone en tela de juicio las verdaderas motivaciones del conflicto entre Ucrania y Rusia, desdeñando la interpretación simplista, maniquea e interesada del establishment europeo de buenos –los ucranianos- y malos –los rusos-.
Como era previsible, la inhabilitación estuvo acompañada de la estigmatización habitual: ultraderechista, filoterrorista, antieuropeo, corrupto… Con gran clarividencia y mirada lejana, Georgescu se hizo a un lado y levantó la mano de otro candidato, George Simion, que el 5 de mayo no solo volvió a ganar, sino que incluso mejoró los resultados obtenidos en la fallida primera vuela, cosechando el 40 por ciento de los votos. Parece que los rumanos no compraron el mensaje neoliberal o, tal vez, es que a nadie le gusta que le roben su soberanía y su capacidad individual e intransferible de elegir a sus representantes.
En un ejercicio de funambulismo propagandístico, ahora Simion es calificado como pro-Trump, en un intento fútil de aprovechar la corriente antiestadounidense que recorre Europa tras las decisiones arancelarias. No da la impresión de que el electorado rumano se deje engañar por estas campañas, que sí que son demostrablemente manipuladoras a diferencia de las argumentadas para anular las elecciones. Todo apunta a que el próximo domingo, este 18 de mayo, Simion ganará de forma rotunda.
Es otra cuña en el resquebrajamiento de la Unión Europea, que sigue sin entender este mundo multipolar en el que no habrá sitio para el Viejo Continente, esclerotizado en su capacidad económica, política y militar. Resulta patético verles clamar que Rusia está sola y aislada, mientras en Moscú, en la tribuna del Día de la Victoria, estaban presentes los líderes de las potencias internacionales y regionales más importantes.
Resulta indignante verles criticar a Rusia mientras continúan haciendo pingües negocios con Israel, que se ve con las manos libres para culminar el genocidio de Gaza mientras prepara el siguiente paso la conquista de toda Palestina. Europa es el primer mercado de los israelíes. Si los europeos, quienes se autoproclaman abanderados de los Derechos Humanos, quisieran, tienen en su mano el arma más definitiva para detener el exterminio de los gazatíes.
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