En mi primera visita a Palestina, en el 2010, me sorprendió ver las numerosas banderas venezolanas que coronaban las terrazas de los barrios y ciudades palestinas que estaban dentro de las fronteras del autodenominado Estado de Israel.
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Me refiero al territorio que en la injusta partición de 1948, aprobada por unas Naciones Unidas más colonizadoras y occidentalocéntricas de lo que aún lo son hoy –actualmente sería impensable que una moción así prosperara- quedó bajo dominio israelí.
Allí quedaron millones de palestinos que en teoría pasaban a engrosar el censo del recién creado Estado. Son los Palestinos del 48, de los que apenas se habla, opacados por la situación de sus compatriotas en Gaza y en el West Bank.
Pero la casuística de esta parte del pueblo palestino no es menos acuciante. Tienen la nacionalidad israelí, pero en la práctica son ciudadanos de segunda clase. E incluso se podría decir que ni siquiera ostentan la ciudadanía, puesto que sus derechos están completamente amputados.
Son, quizás, la muestra más evidente de que el sistema político israelí es un apartheid exactamente igual que aquel que existía en la Sudáfrica de los supremacistas blancos afrikáners.
Sobre estas comunidades rige la prohibición taxativa de exhibición de la bandera palestina. En realidad, la enseña tetracolor está prohibida en todo el territorio de Israel, pero obviamente a quien afecta es a la población de estas zonas.
Dicha prohibición es una muestra más –quizás no la más importante, pero sí que es una prueba más- de que difícilmente se puede asimilar a Israel a una democracia.
Me explicaron este asunto de la prohibición cuando indagué el porqué de la tricolor criolla. Al no poder ondear su propia bandera, los Palestinos del 48 hicieron suya la enseña del país que más los apoyaba en ese momento: la Venezuela bolivariana y revolucionaria del Presidente Chávez.
Era un homenaje al respaldo sólido, valiente y sin fisuras del país caribeño, además de un puñetazo al estómago de la soberbia israelí, una forma de decirle que jamás se iban a rendir.
Cuando el Comandante partió físicamente, todas las milicias de resistencia palestina le rindieron honores castrenses y fueron muchos los recién nacidos en aquellas fechas bautizados con el nombre de Chávez.
Emociona aún ver aquella foto que dio la vuelta al mundo en la que dos jóvenes palestinos agitaban orgullosamente la bandera venezolana delante de dos soldados israelíes.
Hugo Chávez no aró en el mar. Su ejemplo permanece en sus sucesores, comenzando por su heredero político, el actual presidente, Nicolás Maduro. Durante todos estos años, la defensa de la causa palestina ha sido irrestricta.
En estos momentos en los que la estrategia genocida israelí queda desvelada por completo –aunque nada nuevo para quienes vienen prestando atención al tema desde hace mucho- la solidaridad venezolana cobra más valor aún si cabe.
Compárese esta postura coherente y alineada con los Derechos Humanos con la de una Unión Europea mitad cínica y mitad acomplejada que apenas eleva alguna protesta testimonial mientras ni siquiera se plantea dejar de comprar armas a los israelíes.
Los más hipócritas aluden a la dificultad de poner de acuerdo a los 27 países de una Unión que aún no tiene una política exterior común, pero recuérdese la total celeridad con la que impusieron sanciones a Rusia por el conflicto con Ucrania.
En el fondo, la postura europea es lógica si se tiene en cuenta que la ocupación israelí es, como bien subraya la palestino-venezolana Susana Khalil, un capítulo muy peculiar del proyecto colonial eurocéntrico.
En efecto, la expansión sionista en Palestina que comienza en el siglo XIX es, ante todo, una colonización llevada a cabo por centroeuropeos blancos occidentales, con toda la auto atribución de superioridad civilizatoria por la cual se arrogaban el derecho de acabar con las poblaciones originarias y quedarse con su territorio.
El hecho de que fueran judíos –y ni siquiera eso, puesto que la elite sionista primigenia se declaraba laica o, incluso, abiertamente atea- es circunstancial.
Hay que aclararlo una vez más. No existe tal cosa como un pueblo judío. El judaísmo es una religión.
Pueden compartir las mismas creencias, pero en nada más se parecen un judío etíope, de uno de argentina, otro indonesio, o turco o ruso o israelí. No son un pueblo ni una etnia, al igual que no lo son los cristianos o los musulmanes.
La adscripción a una religión no conforma a un pueblo. Por tanto, tampoco se puede hablar de Israel como un Estado judío. Es, en realidad, un Estado sionista. De hecho, hay palestinos judíos –al igual que hay palestinos musulmanes, palestinos cristianos, agnósticos, laicos o ateos-.Todos ellos, a pesar de ser de religiones diferentes o de no profesar ninguna o hasta de negarlas, sí que forman parta de algo que existe desde hace milenios: el pueblo palestino, por más que el sionismo les niegue.
La religión, por tanto, se convierte en excusa con la que se disfraza el proyecto colonizador. Nada diferente a lo que hicieron los conquistadores españoles en Latinoamérica. Junto con la cruz, viajaba la espada.
Quinientos años después, la estrategia sigue siendo la misma. Bienvenidas y respetadas sean todas las religiones y aquellos que creen en ellas desde el convencimiento y la espiritualidad.
El rechazo más absoluto contra el antisemitismo debe ir acompañado por el rechazo también absoluto contra el sionismo.
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