Las exequias por Francisco I dejaron unas imágenes que, aunque vergonzantes en su extremada hipocresía, reflejan con exactitud el parteaguas histórico que el mundo vive a la conclusión del primer cuarto del siglo XXI.
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En lugares más o menos prominentes de la Plaza de San Pedro del Vaticano se pudo ver a enemigos irreconciliables del Papa fallecido y de todo lo que representaba. En primera fila, por supuesto, el cabecilla de todos ellos, Donald Trump. Por protocolo no le correspondía encabezar las bancadas del público, pero hay quienes no pueden evitar hacer ostentación de su poder en todo momento y lugar.
El oligarca estadounidense movió sus hilos y ni siquiera una institución tan férreamente defensora de su tradición como la Iglesia católica pudo negarse. También estaba por allí Javier Milei, sin rubor alguno después de haber llamado al pontífice “enviado del Maligno”. O Giorgia Meloni, la neofascista mussoliniana, azote de la migración más vulnerable y culpable, junto con otros de su especie, de que el Mar Mediterráneo sea la fosa común más grande de la historia, algo que fue denunciado por Bergoglio una y otra vez.
La presencia de Trump, Milei y Meloni, entre otros, no es una demostración de respeto, como algunos comentaristas han señalado. Yerran. No está en el manual de la ultraderecha mostrar respeto por nadie. Mucho menos por aquellos a los que considera su enemigo, como el desaparecido prelado. La presencia de la elite fascista en la ceremonia fue una demostración de poder ante una audiencia global calculada en cientos de millones de personas. Fue una forma de gritarle al mundo que preparan su asalto definitivo. Y que mejor que hacerlo en el funeral de quien, desde la palabra y el ejemplo, les adversó siempre.
Desde su autoridad moral, Francisco I impugnó el ultraneoliberalismo descarnado, la violencia contra los excluidos y los diferentes, el imperio de la fuerza por encima del de la ley, la construcción espasmódica de muros en lugar de puentes…
Lo que se pudo ver el pasado sábado en la enorme explanada vaticana debe convocar a todos los progresistas de cualquier país, a aquellos que defienden la libertad, los derechos humanos, la construcción de unas sociedades más justas y más igualitarias, donde el diálogo y la colaboración predominen ante las armas y el aislacionismo. Es la tarea más urgente, inaplazable y perentoria.
Sin derrotar a la ultraderecha y expulsarla de lo público será imposible afrontar los retos que la humanidad tiene por delante, desde las inequidades globales hasta la amenaza del cambio climático. Es utópico pensar en cualquier tipo de progreso mientras tipos como estos sigan a los mandos de países que, aunque muy menguados en su influencia pasada, siguen siendo potencias relevantes, como es el caso de Estados Unidos.
En esta batalla, el Papa Francisco I fue un elemento enormemente valioso, con todo el poder simbólico que inviste la Silla de Pedro. Ya no son los años 40, donde lo simbólico no resistía la equiparación con lo material –¿cuántas divisiones tiene el Papa?, se mofó Stalin para no convocar al Papa a la conferencia de Yalta-. En este siglo virtual y digital, la fuerza de lo simbólico gana enteros. Ya lo previó Gramsci: la hegemonía tiene que ver más con lo simbólico que lo material.
Por eso es absolutamente decisivo que el sucesor de Francisco I siga la senda marcada por este. Es vital que los cardenales que se reunirán en conclave dentro de unos días para elegir al nuevo Sumo Pontífice sean conscientes de lo urgente del momento histórico. Incluso aquellos con tendencias más conservadoras son, en último término, enemigos de una ultraderecha que lo que busca es arrasar con todo lo conocido para perpetuarse en el poder y ejercer un dominio de clase como pocas veces se ha visto en la época moderna.
Contar con un Papa que ejerza sin ningún tipo de reserva la opción preferente de los pobres es vital para librar esa batalla, en conjunción con todos los movimientos, partidos y gobiernos de avanzada, con ciertas garantías. Por ello, sería bastante conveniente que el elegido fuera de nuevo latinoamericano. Nuestra américa es la zona del mundo en la que la tensión pueblo-oligarquía ha sido más evidente a lo largo de los últimos siglos, con oscilaciones pendulares y bastiones de referencia en esta lucha: Venezuela, Cuba, Nicaragua…
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